Existe un desorden alimentario que lleva por nombre “atracón”. El mismo consiste en comer descontroladamente grandes cantidades de alimentos en períodos cortos de tiempo.
Este desorden ocurre generalmente en momento de ciertos disparadores emocionales como la ansiedad, el stress o la frustración.
Esta forma compulsiva de comer sirve de alivio momentáneo de la angustia y, a diferencia de otros desórdenes como la bulimia, no es seguido por vómitos autoinducidos u otra actividad compensatoria por lo que luego del atracón, encima, la persona vuelve a sentirse mal. Esta vez, claro está, por dolor en el estómago, por lo que el verdadero problema que disparó el atracón queda relegado, pero no es resuelto.
Con un atracón, entonces, realmente no hay un disfrute, sino que sólo se busca tapar algo más, algo que normalmente no tiene que ver con la alimentación, sino que es otra clase de problema.
Y si llegaste hasta acá y al menos alguna otra vez leíste una columna mía en este hermoso sitio, sabés que ahora viene el momento en que relaciono este concepto con otra cosa.
Esta vez la relación es bastante obvia: el “binge-watching”, o “atracones de televisión”, o como se decía en otro momento “las maratones frente a la pantalla”.
Porque ¿quién puede decir que nunca hizo una maratón con algún producto televisivo o cinematográfico? ¡Vamos! ¡Si es una actividad que cualquier habitante de esta Tierra Freak hasta la hace orgulloso!
Y desde que aparecieron las plataformas de streaming, o la “nueva televisión” como las llaman los que no entienden el concepto de televisión, el consumo por atracón se está incrementando y hasta fomentando desde las antedichas plataformas.
Sea porque nos ofrecen las temporadas completas o porque tienen el maldito sistema de “próximo episodio en 10 segundos” mientras pasan los títulos del que acaba de terminar, este modelo de consumo es casi el verdadero negocio de estas plataformas.
Pero ¿qué se esconde atrás de dicho consumo? ¿qué hay en nosotros televidentes/consumidores para que ahora sea normal el decir “me vi 3 capítulos al hilo” y no ser visto como el demente nerdo/freak/geek que debe ser descastado de la sociedad como pasaba hace unos años atrás?
Como todo fenómeno nuevo para el conjunto de la sociedad (y no para los pequeños grupos que no importa mucho analizar) hay varias teorías sobre esta manera de recibir productos audiovisuales: están los que dicen que es un comportamiento adictivo y por lo tanto es malo, están los exagerados que dicen que se incrementan los riesgos para la salud porque el cuerpo en todo ese tiempo no está con actividad alguna, están los que dicen que terminaremos más antisociales (¡como si eso fuese malo! Pfff!) y están los que realmente analizan la cuestión entendiendo que hay algo de fondo para llegar a ese comportamiento (como casi todos los comportamientos humanos).
Entre esos están los que dicen que el ver series en maratón afecta nuestra manera de disfrutar las cosas.
Y es que existe un mecanismo psicológico llamado “adaptación hedónica”. Es el que hace que nos vayamos acostumbrando a las novedades, el que hace que eso que nos hacía feliz hace un rato, ahora lo haga menos y dentro de un tiempo ya no nos interese. El ejemplo más simple es que el primer beso con una pareja es insuperable, el segundo es muy bueno y el tercero ya es rutinario.
Esa adaptación a los estímulos, dicen estos estudiosos del consumo por atracón, hace que en realidad sigamos viendo los distintos capítulos de una serie buscando esa novedad, ese momento mágico que sucedió cuando vimos el primer capítulo y que, muy que nos pese, no va a suceder ya que no hay placer porque ya no hay novedad, porque ya podemos anticipar lo que viene.
Por otro lado hay algunos psicólogos que afirman que en realidad el verdadero placer de ver en maratón radica en que hay un cierto grado de control y poder detrás de darle play al siguiente episodio al momento en que se termina el anterior. Un poder que tenemos como receptores de una historia que no termina, pero que podemos hacer que termine viendo cómo sigue. Sin jugar las reglas que el creador del contenido quiso imponernos.
Sería algo así como agarrar al trovador por el cuello cuando hace la pausa dramática. Sí, suena burdo, pero es algo como eso.
Pero tanto unos como otros están olvidando algo importantísimo en sus análisis y es que la unidad narrativa de una serie no es la serie en sí misma, sino los capítulos, los episodios.
Es decir que las series están conformadas por capítulos y cada uno de ellos puede… mejor dicho, debe, ser analizado como parte constitutiva de un conjunto. Un conjunto que es mucho más que las partes que lo conforman, pero que sin ellas no existiría.
Hace muchos años uno de los maestros del cine, el ruso Serguéi Eisenstein, habló en su teoría del montaje cinematográfico, de las atracciones. De que lo importante no era la escena A, sino que luego fuera contrastada, continuada, completada, con la escena B y que eso hacía que la película fuese mucho más que simplemente la escena A o la escena B.
Podemos decir entonces que, al tener una unidad comunicacional como el capítulo o el episodio, así como sucede en la literatura, la serie es un conjunto de momentos especiales, momentos que tienen una interdependencia, pero que son distintos unos de los otros y con características diferentes y no sólo existen por una cuestión de temporalidad o duración consensuada.
Y sí, lo se, no estoy descubriendo nada nuevo, pero estos conceptos pasan desapercibidos, o directamente son obviados, para cualquiera que mira series en maratón, o se da un atracón con ellas.
¿Puede ser también que últimamente los productos audiovisuales sean realizados a propósito para generar este consumo? ¿Puede ser que realmente estemos viendo películas enormemente largas cortadas en pedazos más que ver series?
Cuando hace tiempo analicé Sense8 de los grandes realizadores J.M. Straczynski y los Hermanos Wachowski una de las conclusiones a la que llegué fue que los Wachowski no habían entendido el lenguaje televisivo. Que esto era un producto Netflix hecho y derecho y ya no era televisión, sino que era otra cosa.
Pero no es solamente esto último. Sino también una mezcla entre el negocio y la necesidad de más. La necesidad del espectador de consumir más.
Porque es cierto que desde siempre hubo series alargadas (la clásica Days of our Lives lleva más de 51 años siendo emitida y no es la serie con más temporadas en la televisión yanki), pero ahora este modelo llegó también al cine y ya no es de nicho como lo era con las inolvidables “Friday the 13th” o las “Nightmare on Elm Street”, sino que estos días tenemos una “Fast and the Furious 8” y una “Pirates of the Caribbean 5” y a nadie pareció extrañarle.
Quizás sea porque ya no nos gusta que las cosas terminen y el trovador esté encantado de que lo tomemos por el cuello para pedirle más secuelas.
Cosa que también pasa inclusive en productos televisivos, como la innecesaria segunda temporada de Stranger Things o los 5 spin-offs de Game Of Thrones que HBO dijo estar trabajando.
Porque quizás el tema es que no queremos que las historias terminen.
Nos empiezan a molestar los finales abiertos, ambiguos o confusos, sean en episodios o en películas episódicas.
Esos finales que muchas veces en el cine son usados para que el espectador complete la historia con sus propios contenidos, o por lo menos para mostrar que eso que vimos es sólo un pedazo de la historia de los protagonistas.
Y es entendible que nos molesten. Están generados para eso, para generar frustración, confusión e insatisfacción. Esos sentimientos que producen esos finales (no-finales) nos acercan a la idea de que muchos sucesos de la vida no tienen finales felices… o directamente no tienen finales y son un continuo suceder de acontecimientos.
Entender esto último seguramente nos frustre o nos de ansiedad y nos genere stress.
No es extraño entonces que en esta sociedad actual, en vez de ingerir comida tras comida sin poder disfrutarla como deberíamos, nos atoremos con episodio tras episodio tras episodio.
La principal pregunta es qué haremos cuándo nos empiece a doler la panza.