Cualquier obra artística tiene que ser analizada en el contexto en el que fue creada. No podemos entender a Kandinski sin entender en la época en que vivió, así como no podemos entender el neorrealismo italiano de De Sica si no sabemos dónde y cuándo se desarrollaron sus películas.
De la misma manera se debe analizar, por ejemplo, a Superman, creación de dos inmigrantes judíos en una tierra llena de oportunidades, pero totalmente diferente a donde nacieron.
Es así que para poder contarles la historia de Número 6 y de su creador, antes voy a tener que ponerlos un poco en contexto.
La década de 1960 fue un punto de inflexión en la historia de la sociedad occidental, una época revolucionaria, mucho más de lo que fue la de 1920 con el dadaísmo y ciertas otras vanguardias y muchos han intentado explicar qué pasó en esa década para que hayan aparecido hitos sociales y artísticos tan diversos y, principalmente contrasistema, como The Beatles, la aparición de la minifalda, el Concilio Vaticano II, el movimiento hippie, The Who, los movimientos por los derechos civiles de los negros en EEUU (Martin Luther King y Malcom X), el Mayo Francés y hasta el movimiento estudiantil de nuestra Córdoba, por sólo decir algunas cosas.
Fue una época donde la tecnología conquistada en la década anterior terminó no siendo la panacea que se había prometido y el momento en que los medios se hicieron mucho más masivos expandiendo su llegada a territorios antes inalcanzados.
Una época en la que los más jóvenes querían un cambio, pero también no sabían exactamente hacia dónde ir. Sólo no querían el futuro que se les imponía desde sus mayores.
Es así que en el año 1960 la televisión inglesa comenzó una serie llamada “Danger Man” que contaba las historias de un espía miembro de una organización secreta, no dependiente de ningún gobierno. Las historias de John Drake eran distintas a las del otro espía inglés, James Bond, porque eran más realistas y se basaban más en el drama de las tensiones de la guerra fría.
El protagonista de la serie era un tal Patrick McGoohan, un actor que había sido premiado con el BAFTA en 1959 y que se destacaba también por sus escenas de pelea ya que era un buen boxeador.
La serie tuvo 1 temporada con capítulos de media hora y luego fue cancelada, pero McGoohan había dejado una muy buena impresión y fue uno de los actores a los que le ofrecieron ser James Bond para la primera película del personaje de Ian Fleming “Dr. No” (del ´62) y luego también le ofrecieron ser Simon Templar para la serie “The Saint” (también del mismo año), papeles que, obviamente, rechazó.
Con el éxito de las películas de “James Bond” y “The Saint” el productor de “Danger Man” intenta, luego de dos años, reflotar el programa y lo convoca a McGoohan para 3 temporadas más, ahora en un formato de 1 hora por capítulo.
En esta nueva etapa McGoohan pone como condición que haya mucha más actuación y escenas con alto dramatismo y menos peleas, pero principalmente que su John Drake (que ahora trabaja para el MI9 de Inglaterra… sí 9 en vez de 6) no sea un mujeriego empedernido como Bond.
La serie fue todo un éxito y cuando en 1967 el productor quiso emprender una quinta temporada McGoohan dijo que no. Que se había cansado de hacer siempre lo mismo, que los tiempos estaban cambiando y que él quería cambiar también.
Fue así que le presentó a ese productor un proyecto personal en el que estaba trabajando, uno que venía escribiendo y desarrollando hace rato y que lo tenía bastante bien armado, con presupuesto estimado y hasta locaciones ya elegidas.
El productor aceptó y así, en 1967, nació “The Prisoner”.
La idea de la serie se cuenta al principio de cada uno de los 17 capítulos:
Un agente secreto maneja decidido hasta la oficina de su jefe y, con un enojado golpe en la mesa, renuncia a su trabajo sin posibilidad de negociación. Cuando vuelve a su casa para empacar e irse, un misterioso hombre de negro lo duerme con un gas y cuando despierta se encuentra en su misma habitación, pero en un lugar extraño, llamado “The Village”.
En este lugar un tal “Número Dos” le dice que quiere información, que de cualquier manera la va a conseguir y él no va a poder hacer nada para detenerlo y que de ahora en más se llama “Número Seis”.
El protagonista intenta escapar corriendo y cuando se da cuenta que no puede grita a los cuatro vientos la frase más importante de la serie y que lo caracteriza “No soy un número ¡soy un hombre libre!”, mientras se escucha la risa macabra de Dos de fondo.
Si mi descripción no fue suficiente, dejo un video para que la disfruten:
Si mi descripción no fue suficiente, dejo un video para que la disfruten:
En cada capítulo veremos los esfuerzos de Dos por saber por qué fue que Seis renunció y para hacerlo un miembro consolidado de La Villa, un aislado lugar pintoresco con playas, canchas de tenis y croquet, gimnasios, cafés, teatros y hasta un diario donde sus habitantes, que pueden o no ser viejos agentes secretos retirados que aceptaron el encarcelamiento, viven pacíficamente cada uno con un número como nombre.
La Villa está fuertemente vigilada, por monitores, micrófonos, guardias de seguridad y una misteriosa y enorme máquina con forma de globo blanco, llamada Rover, que es la encargada de recapturar (y a veces matar) a quienes intenten escapar.
Seis se encuentra inmerso en esta mini-ciudad con cientos de personas que parecen vivir tranquilos y en paz en ella, mientras el malvado Dos lo vigila constantemente para poder averiguar el preciado secreto.
Sin confiar en nadie Seis vive sus días buscando la manera de escapar o de comprender quiénes son sus captores, quién es Dos (y quién es Uno), pero también entender de qué lado está esta organización que lo tiene prisionero ¿son los buenos o son los malos? ¿están del lado de la agencia a la que acaba de renunciar o son el enemigo? En todo caso ¿no serían también el enemigo si le hacen esto?
Por su parte Dos va a hacer uso de las más extrañas y bizarras tecnologías y herramientas para lograr quebrar a Seis. Desde las simple hipnosis o mandar a una mujer a conquistarlo, hasta el cambiar su mente de cuerpo o el meterse en sus sueños. Los esfuerzos de Dos tienen un por qué, el misterioso Uno se comunica con él (siempre por teléfono) y las órdenes deben ser cumplidas o lo peor puede ocurrirle.
Más allá de lo pintoresco de las locaciones, las escenografías y los vestuarios, la atmósfera de cada capítulo destila surrealismo y un toque de absurdo, quizás para demostrar que en La Villa es todo una farsa y así jugar con la mente de Seis y poder desenterrar su más profundo secreto. Quizás porque McGoohan estaba diciendo algo más allá de lo evidente.
Porque “The Prisoner” es una serie de espías, de intriga, con acción y suspenso, pero también es una serie de ciencia ficción y fantasía, y también es una serie dramática que quiere mostrar a través de símbolos y analogías que el mundo en el que vivimos es una prisión en la cual, muchos, nos sentimos cómodos.
La pelea constante por su individualidad, por no ser parte de la masa conformista que se refleja en los habitantes de la Villa y principalmente por su libertad de pensamiento (simbolizada en ese secreto que no quiere revelar) hace que Seis sea el contra-reflejo de lo que McGoohan cree que pasa en la sociedad occidental de su época.
Porque ante todo esta serie es una obra televisiva revolucionaria, contracultural. Con mucho contenido profundo y de doble lectura. Una serie entretenida, pero a la vez complicada de ver. Una serie que te hace pensar porque está llena de alegorías, una serie totalmente distinta a las películas de James Bond.
No voy a contar específicamente los 17 capítulos y qué pasa en cada uno y cómo se desarrollan los personajes, porque lo interesante es que la vean, ya que hay muchas posibilidades para hacerlo (se consigue hasta con una remasterización en HD).
Fue filmada en su mayoría en el complejo de Portmeirion, en Gales, una villa turística que McGoohan había conocido cuando filmó un capítulo de “Danger Man” y de la cual quedó enamorado. Eso quiere decir que al día de hoy uno puede visitar esas canchas de tenis, esos campanarios y esos edificios donde se lleva acabo la acción de la serie.
McGoohan escribió cinco capítulos, pero supervisó todos, produjo en su totalidad la serie y la protagonizó. Es un proyecto totalmente personal y se nota. Se nota que tiene un mensaje de fondo que desde el principio el actor/productor/guionista quiere mostrarnos. Incluido el último y controversial último capítulo, el cual hasta el día de hoy hay discusiones sobre su significado.
Porque fue tan exitosa la serie (llegó a los 11 millones de espectadores) y generó tanta expectativa y tantos interrogantes, que al momento de emitir el último capítulo y dejar bien en claro que no era una copia de James Bond, sino algo totalmente distinto, el público reaccionó mal.
Tan mal reaccionaron los ingleses que McGoohan tuvo que dejar la ciudad durante dos semanas e irse a su casa del campo porque la gente lo insultaba por la calle y hasta quisieron agredirlo físicamente.
Es que está tan bien realizada la pantomima de que es una serie de espías que muchos se la creyeron y pensaron que sólo era eso, pero es mucho más. Es una serie de televisión que nos dice que la televisión es, entre otras tantas cosas, parte de nuestra prisión. Un mensaje para nada simple de asimilar.
Para hacer un paralelismo con algo que seguramente cualquier lector de Tierra Freak conoce, “The Prisoner” es a la televisión de los 60s lo que “Neon Genesis Evangelion” es a la de los 90s. Se pueden disfrutar como serie de espías/mechas, pero hay algo de fondo, algo que se va gestando hasta que llega el último capítulo y te patea el cerebro como Van Damme en “El Gran Dragón Blanco”. Y no a todo el mundo le gusta que le pateen el cerebro.
No por nada la serie se transformó en seguida en una de culto que perdura hasta nuestros días, con programas especiales destinados a explicarla o a mostrar Portmeirion en la actualidad, libros que detallan las referencias y analizan su contenido, versiones en historieta, juegos de video (tiene 2 de 1981 y 1982 editados para Apple), clubes de fans y hasta cátedras en facultades de sociología que la analizan.
Hasta hay un capítulo de Los Simpsons donde se hace homenaje a la serie cuando Homero cae prisionero en La Villa y el propio McGoohan hace la voz del Seis animado.
Hace unos pocos años, en 2009, se hizo una remake que se emitió por AMC (la cadena de “The Walking Dead”) y que estaba protagonizada por Jim Caviezel interpretando a Seis e Ian McKellen haciendo un maravilloso Número Dos. Pero más que una remake es una nueva versión donde, como los tiempos no son los mismos y la humanidad ya no piensa en las mismas revoluciones que en los 60s, la idea del aprisionamiento (tratada sólo con un toque de ciencia ficción) termina dando el mensaje totalmente contrario a la obra de McGoohan. En esta versión el conformismo y la aceptación de la prisión se mezclan con el clásico toque romántico que siempre tiene que haber en Hollywood. Y quizás por eso pasó sin pena ni gloria.
Es difícil pensar en que un producto como este pueda llegar al público masivo actual, público que está acostumbrado a un ritmo audiovisual totalmente distinto donde no hay tiempo para analizar y aprehender el contenido de una escena porque al segundo nos bombardean con la siguiente.
Es difícil pensar que el público masivo que disfruta del cine de Michael Bay y reniega de productos como los de Terry Gilliam pueda llegar a entender la profundidad del mensaje que McGoohan quiso embeber en esta serie.
Es difícil pensar que el público masivo que disfruta del cine de Michael Bay y reniega de productos como los de Terry Gilliam pueda llegar a entender la profundidad del mensaje que McGoohan quiso embeber en esta serie.
Pero, haciendo foco en el optimismo, quizás el ver ahora “The Prisoner” pueda servir para que se nos abran los ojos y nos demos cuenta que en estos tiempos la prisión es más burda, llena de colores, animaciones, sonidos y chirimbolitos, mucho más parecida a la pintoresca y absurda Villa de lo que era hace 50 años para el televidente inglés. Mucho más palpable y menos alegórica.
Quizás entonces al terminar de verla ahora nos de muchas más ganas de gritar a los cuatro vientos “¡No soy un número! ¡Soy un hombre libre!”.