Hay una aproximación a los orígenes del comic Watchmen que todo fan de la obra conoce casi de memoria, y en muchos casos podría citar como si se tratase de una poesía aprendida a regañadientes en la primaria: la llegada de Dick Giordano a D.C. como editor y la adquisición de las licencias de los personajes de la editorial Charlton Comics (Blue Beetle, Captain Atom, The Question, Nightshade, The Peacemaker y un puñado más) impulsadas por él le dieron la apertura que necesitaba Alan Moore para presentar un proyecto que venía masticando hace rato utilizando estos personajes. Cuando los directivos de D.C. leen los bocetos de lo que terminaría siendo Watchmen, se niegan rotundamente a que los personajes recién adquiridos formen parte de esa premisa, y así Moore logra, de casualidad, una bandera libre para desarrollar un universo propio y cerrado para darle marco a la historia. Sin embargo, la llegada de este comic en ese momento y sobre todo en esa década no es azarosa ni arbitraria, existían una serie de elementos previos que ofrecieron el contexto necesario para el aterrizaje de esta obra, los cuales mencionaremos rápidamente en la entrada de hoy.
Arte y formato
La década de los ’80 en el comic book norteamericano se identificó, entre otras cosas, por una búsqueda de verosimilitud y realismo en la narración. Por el lado estético, el arrastre del impacto del arte de Neal Adams que floreció y explotó en los ’70 marcó el final, al menos por un tiempo para el comic super-heroico, de las corrientes generadas por la escuela de Kirby, Ditko, Swan o Infantino y así el paradigma visual estaría delimitado por el arte de dibujantes como John Byrne o George Pérez, y algunas de las obras más célebres de esa década tendrían la firma de Brian Bolland, David Mazzucchelli, David Lloyd o Mike Zeck. Claro, también estaba Frank Miller con su The Dark Knight Returns, la clásica mini-serie Elseworld de Batman, muy representativa de esa década y con un arte que nada tiene que ver con el hiper-realismo que identificaba a la misma, pero estas obras comenzaban a ser la excepción permitida.
Y ya que menciono a TDKR, el otro gran cambio que precede a la obra de Moore y Gibbons reseñada este mes es la búsqueda por explotar y explorar otros formatos, y sobre todo la imperante necesidad de presentar historias ajenas a la maldita cronología. La aparición de las mini-series y la utilización de este marco para narrar historias cerradas que en muchos casos podían ser leídas sin necesidad de tener un fuerte contacto con las cronologías impuestas por las editoriales de los personajes o grupos que protagonizaban las mismas abrió el abanico para que guionistas y editores se comenzaran a animar a transitar caminos con contenidos “adultos”. Watchmen, no nos olvidemos, hoy D.C. la vende como una “novela gráfica”, toda junta, pero originalmente fue un comic mensual que salió a la venta como una maxi-serie de 12 números. Sin embargo, este formato, el del “librito con lomo”, también comienza a hacerse popular en esta década, el cual nosotros conocimos y denominamos durante muchos años como “formato Prestige”.
Tanto las mini-series como los tomos auto-conclusivos ofrecían la posibilidad de narrar historias mucho más depuradas, desprovistas de los problemas que conlleva tener que ceñirse a historias previas, y la forma en la que se vendían en U.S.A. –distribución en kioscos pero sobre todo en librerías especializadas- permitía una apertura a temáticas más adultas, e incluso ofrecía la posibilidad, sobre todo a autores noveles, de comenzar a abrir el campo de utilización de personajes incluso en el mercado mainstream, permitiendo correrse algunos metros del género predominante, el super-heroico.
Así, a principios de esta década, más precisamente en 1982, vemos aparecer obras como la mini-serie Wolverine de Chris Claremont y Frank Miller, la maxi-serie Camelot 3000 de Mike W. Barr y Brian Bolland de 12 números, la mini-serie de Swamp Thing del mismísimo Alan Moore con lápices de Stephen Bissette, la cual aprovecharía el estreno del film de Wes Craven para relanzar el personaje, lo que devendría en una serie regular que se terminaría transformando en material de culto, y finalmente X-Men: God Loves, Man Kills, una novela gráfica mutante de Marvel Comics escrita por Chris Claremont y dibujada por Brent Anderson, comic que terminaría ofreciendo la plataforma sobre la cual se escribió el guión de la X2: X-Men United (2003) de Bryan Singer.
Sexo, drogas y política
Ni el arte predominante ni los novedosos formatos hubieran sido movilizadores para la epopeya que Moore y Gibbons nos iban a entregar si todo esto no estuviera acompañado, además, de un cambio en los contenidos. Para que Moore se sintiera motivado a desarrollar este entorno sofocante y extraño inspirado fuertemente en nuestra realidad y plagado de referencias políticas y sociales que funciona, además, como un homenaje a la historia de los últimos 50 años del comic super-heroico, antes la industria comenzó a mostrar un leve inclinación hacia estas temáticas, y esto se dio por distintos motivos.
El target del lector de comics se comienza a ampliar, y uno de los motivos por lo que esto comienza a suceder es que aquellos lectores devotos devenidos en fanzineros de los ’60 y ’70 que vivieron con algarabía y satisfacción el nacimiento de la nueva Marvel Comics de Stan Lee 20 y tanto años antes, ahora penetraban la industria y formaban parte de la primer línea de guionistas y editores. La raíz de este cambio, de todos modos, podemos encontrarla en, por ejemplo, trabajos del guionista Steve Gerber, que en su tiempo fue considerado, igual que Alan Moore, el mejor escritor de comics del momento. El tratamiento prácticamente izquierdista de sus The Man-Thing o Howard The Duck, este último creado por él y el dibujante Val Mayerik en 1973, y sus personajes viscerales e intelectuales, ofrecerían una ventana de apertura sobre la cual las generaciones posteriores comenzarían a trabajar. Y Gerber mismo fue otro de los impulsores del formato de novela gráfica, con su Stewart the Rat de 1980, apenas 2 años después de la aparición de A Contract with God (1978) de Will Eisner, el comic que popularizó esta denominación y comenzó a imponer este formato.
A principios de los ’70, más específicamente en septiembre de 1971, el polémico Dennis O'Neil nos ofrece el arco argumental “Snowbirds Don't Fly” dentro de la serie regular de Green Arrow, la cual desde hacía ya un tiempo había pasado a llamarse Green Lantern/Green Arrow y contaba con lápices del ya mencionado Neal Adams. En dicho arco, en el cual nuestros héroes libran una batalla campal y terrenal contra narcotraficantes, se termina revelando que el sidekick de Oliver Queen, Roy "Speedy" Harper, es adicto a la heroína. La lucha contra las drogas formaba parte de una problemática compleja para la sociedad norteamericana, y encabezaba la lista de prioridades del estado, pero sin embargo seguía siendo un tema tabú para tratar en material que terminaría en manos de los niños, aún cuando la desinformación formaba parte del problema. D.C. Comics a través de O’Neil y Adams, de esta forma, rompen con prejuicios varios y toman la iniciativa para abordar el tema de forma seria y responsable, sacrificando la salud de uno de sus personajes –que por otro lado tenía en ese entonces la misma edad que el grueso de las víctimas que caían en las drogas, o sea: era un adolescente- pero entregando un material impecable y vanguardista que, una vez más, se terminó transformando en un comic de culto. Toda la serie regular de O’Neil y Adams que convoca a estos dos personajes estuvo plagada de bajadas de líneas ideológicas y anti-establishment, y sigue siendo un material de consulta y guía para guionistas actuales.
Durante casi 20 años, desde los ’60 hasta comienzos de los ’80, cultura popular y comics fueron lo mismo. Los comics books de las grandes editoriales y las ediciones underground reflejaron cada uno a su manera la etapa de cambios, exploración, ilusiones, decepciones, rechazo a la guerra, reflejo de las modas, la inquietud por ampliar las puertas de la percepción que durante algún tiempo se asoció al consumo de las drogas, todo aquello que la ingenua revolución de los sesenta pretendía y que luego el movimiento punk pondría en duda. El desencanto comenzó a adueñarse de la sociedad norteamericana durante los ’70, la cual aún cuando se opuso con uñas y dientes a la Guerra de Vietman, de todos modos no fue capaz de digerir no solo la derrota sino también lo vergonzoso de la retirada. Este sentimiento de incertidumbre y desasosiego sería asimilado y trasladado a las páginas de los comics books no solo por este puñado de guionistas norteamericanos noveles sino también por los escritores británicos importados, exponiendo su visión no menos corrosiva del American Way.
La llamada Bronze Age del comic norteamericano estaba llegando a su fin, y guionistas provenientes del fandom como Roy Thomas, Steve Englehart o el mismo Denny O´Neil, influenciados en parte por el comic undergrund o por escritores como Steve Gerber, pasan a formar parte de la primera línea de batalla. La caldera hirviendo sobre la que se encontraba esta sociedad comenzaba a reclamar el nuevo hiperrealismo de los dibujos, el cual se deja sentir en las historias que vendrían, las cuales comenzarían a verse atravesadas por temáticas hasta entonces desconocidas, enfrentando a los personajes con problemas nunca antes planteados, y en muchos casos ante su propio fracaso como héroes. Todo esto se presentó dentro de una continuidad y una evolución que, unido a un creciente interés por reflejar el entorno social, les dotó de mayor “tridimensionalidad”, generando un nuevo ciclo muy similar al inaugurado por aquel primer número de Fantastic Four de 1961. Esta vuelta de tuerca un tanto “social” o “realista” y también “autoral”, visto en perspectiva fue fundamental para que una obra como Watchmen pudiera ser gestada.