Hace una eternidad era dueño de una Comiquería, la única de la ciudad en la que vivía en ese entonces. Una soleada tarde de febrero entró un hombre de mediana edad, con ropas de cuero sucias, borcegos con punta metálica, lentes de sol, pelo largo y barba desprolija, y de su mochila sacó un libro. Necesitaba desesperadamente venderlo porque estaba sin un mango y no comía desde el mediodía anterior. Aceptaba lo que le diera por él. Miré el estado del libro y era apenas aceptable. Se lo dije. Miré a mis espaldas los precios de libros similares, se los señalé, y le di $20, mucho menos de la mitad de lo que valían los nuevos. Agarró la plata, me estrechó la mano y se fue sin más. Solo entonces decidí pegarle una mirada más profunda a mi nueva adquisición: era un art-book de H. R. Giger y en la tapa un rostro femenino que acusaba una extraña palidez metálica se fusionaba con una decena de tubos oxidados, bulbos putrefactos y un par de cuernos de un marfil resquebrajado. Nunca hubiera imaginado que una portada tan bien elaborada comunicaría tan poco del escabroso, incómodo y maravilloso universo que ese art-book escondía en su interior. Bienvenidos a la más obscena de mis reseñas en Tierra Freak.